Al margen de cuando hay dolor físico, que no es el asunto que me trae aquí, cuando algo o alguien nos molesta o incomoda, la reacción más frecuente es quejarnos.
Mostramos disgusto o desacuerdo con ese algo o alguien que nos perturba.
Hay una causa que produce un efecto, hay un antecedente y un consecuente.
La queja proporciona un desahogo.
Hasta aquí todo normal.
En ocasiones son desencadenantes más difusos los que provocan “la queja”; en la mayoría de los casos fruto de insatisfacción y en estos casos la queja tiene como primer objetivo atraer la atención de alguien (persona o grupo).
También entra dentro de lo normal, aunque no sea necesariamente saludable.
Sin embargo cada vez abunda más un tipo de persona que milita en una especie de “queja patológica”.
Disfrazada de lamento o de crítica, la queja la padecerá el vecino, el camarero, el tráfico, la lluvia o el sol, el calor o el frío, el gobierno… La padecerá por la mañana o por la noche, en el mercado, en el bar, en el ascensor.
En todos los casos hay un denominador común: la inacción.
Porque en estas personas quejarse es un fin en sí mismo, no un medio para manifestar u obtener algo.
Quejarse se convierte entonces en un lamentable modo de vida.